Esta definición,
en consonancia con el concepto dominante en la física moderna, deja a un lado
el flujo del tiempo, es decir, la distinción limitadora entre pasado, presente
y futuro, pero, lógicamente, no el movimiento, no la evolución, el progreso, no
los procesos puramente físicos; no, en definitiva, un modo de ordenación universal de los
sucesos.
Wheeler fusiona
sincronía y diacronía, lo contemporáneo con lo histórico, figurando el cronopaisaje
cuadridimensional (espacio-tiempo) que imaginó Gregory Benford en su novela de dicho título, y
que contrasta con el paisaje bidimensional que muestra una fotografía, o el
tridimensional de la experiencia corriente. En el cronopaisaje de Wheeler, por
tanto, no existe una corriente objetiva de tiempo absoluto, pero sí un tiempo relativo que simultanea de alguna forma pasado, presente y futuro, es decir, que funde espacio con historia, ordenando los fenómenos, repartiendo su acaecer, a fin de que en ausencia de un flujo objetivo, en efecto, «no ocurra todo a la vez».
No de otro modo deben entenderse la simultaneidad y el espacio-tiempo relativistas: este orden temporal es equivalente al orden espacial que rige la disposición del paisaje ordinario: aquí vemos la montaña; aquí, el río; allá, las nubes, el camino… Un tiempo-mundo que permite los hechos puntuales (v. gr., el estallido de un cohete) a la vez que las trayectorias de los entes (v. gr., una vida humana), lo que los físicos denominan línea de universo.
No de otro modo deben entenderse la simultaneidad y el espacio-tiempo relativistas: este orden temporal es equivalente al orden espacial que rige la disposición del paisaje ordinario: aquí vemos la montaña; aquí, el río; allá, las nubes, el camino… Un tiempo-mundo que permite los hechos puntuales (v. gr., el estallido de un cohete) a la vez que las trayectorias de los entes (v. gr., una vida humana), lo que los físicos denominan línea de universo.
En consonancia
con esto, la idea de un Dios que existe antes y después del tiempo hace de la
eternidad (en el sentido de no-tiempo que decíamos al principio) una propiedad exclusivamente suya, y no del espacio y el tiempo, o
del universo. No obstante, si afirmamos un momento de creación del universo,
una puesta en marcha del tiempo (o una conclusión, el fin del mundo, lo que los
físicos denominan singularidades), esta afirmación excluye por su propia
consistencia la posibilidad de la eternidad como propiedad inmanente del mismo.
De ser cierta la
eternidad, pues, ésta solo puede ser de índole metafísica o trascendente. Obsérvese que,
desde este punto de vista, es decir, siendo ese arranque del tiempo lo que
excluye por sí solo la eternidad inmanente, ésta únicamente es concebible,
según veíamos al principio, como no-tiempo, de lo que cabe deducir que
la consistencia de los conceptos de pasado, presente y futuro,
la consistencia lógica del tiempo (en este caso absoluto), parece exigir un principio y un fin del
mismo. Las connotaciones judeocristianas en todo ello son también innegables.
Pasado, presente y futuro, así, serían conceptos muy judeocristianos.
El tiempo cíclico dominante tradicionalmente en las culturas antiguas y en Oriente (el samsara, la rueda de la vida, el eterno retorno), al diluir las fronteras estancas entre pasado, presente y futuro, que se curvan sobre sí mismos, se adapta mejor por dicho motivo al concepto de eternidad simultánea contemplado en la física moderna.
El tiempo cíclico dominante tradicionalmente en las culturas antiguas y en Oriente (el samsara, la rueda de la vida, el eterno retorno), al diluir las fronteras estancas entre pasado, presente y futuro, que se curvan sobre sí mismos, se adapta mejor por dicho motivo al concepto de eternidad simultánea contemplado en la física moderna.
© José L.
Fernández Arellano, 05/02/2012