ETERNIDAD Y NO-TIEMPO



El no-tiempo eterno, divino o matemático, que suena a inmóvil o estancado, pues en él parecen colisionar entre sí los tiempos verbales de pasado, presente y futuro, debe ser confrontado con el tiempo del llamado eternalismo propugnado por el físico relativista John Wheeler, con arreglo a su afirmación de que «el tiempo no es más que aquello que evita que todas las cosas ocurran a la vez» (time is what keeps everything from happening at once).

Esta definición, en consonancia con el concepto dominante en la física moderna, deja a un lado el flujo del tiempo, es decir, la distinción limitadora entre pasado, presente y futuro, pero, lógicamente, no el movimiento, no la evolución, el progreso, no los procesos puramente físicos; no, en definitiva, un modo de ordenación universal de los sucesos.
John Archibald Wheeler (1911-2008)

Wheeler fusiona sincronía y diacronía, lo contemporáneo con lo histórico, figurando el cronopaisaje cuadridimensional (espacio-tiempo) que imaginó Gregory Benford en su novela de dicho título, y que contrasta con el paisaje bidimensional que muestra una fotografía, o el tridimensional de la experiencia corriente. En el cronopaisaje de Wheeler, por tanto, no existe una corriente objetiva de tiempo absoluto, pero sí un tiempo relativo que simultanea de alguna forma pasado, presente y futuro, es decir, que funde espacio con historia, ordenando los fenómenos, repartiendo su acaecer, a fin de que en ausencia de un flujo objetivo, en efecto, «no ocurra todo a la vez».

No de otro modo deben entenderse la simultaneidad y el espacio-tiempo relativistas: este orden temporal es equivalente al orden espacial que rige la disposición del paisaje ordinario: aquí vemos la montaña; aquí, el río; allá, las nubes, el camino… Un tiempo-mundo que permite los hechos puntuales (v. gr., el estallido de un cohete) a la vez que las trayectorias de los entes (v. gr., una vida humana), lo que los físicos denominan línea de universo.

En consonancia con esto, la idea de un Dios que existe antes y después del tiempo hace de la eternidad (en el sentido de no-tiempo que decíamos al principio) una propiedad exclusivamente suya, y no del espacio y el tiempo, o del universo. No obstante, si afirmamos un momento de creación del universo, una puesta en marcha del tiempo (o una conclusión, el fin del mundo, lo que los físicos denominan singularidades), esta afirmación excluye por su propia consistencia la posibilidad de la eternidad como propiedad inmanente del mismo.

De ser cierta la eternidad, pues, ésta solo puede ser de índole  metafísica o trascendente. Obsérvese que, desde este punto de vista, es decir, siendo ese arranque del tiempo lo que excluye por sí solo la eternidad inmanente, ésta únicamente es concebible, según veíamos al principio, como no-tiempo, de lo que cabe deducir que la consistencia de los conceptos de pasado, presente y futuro, la consistencia lógica del tiempo (en este caso absoluto), parece exigir un principio y un fin del mismo. Las connotaciones judeocristianas en todo ello son también innegables. Pasado, presente y futuro, así, serían conceptos muy judeocristianos.

El tiempo cíclico dominante tradicionalmente en las culturas antiguas y en Oriente (el samsara, la rueda de la vida, el eterno retorno), al diluir las fronteras estancas entre pasado, presente y futuro, que se curvan sobre sí mismos, se adapta mejor por dicho motivo al concepto de eternidad simultánea contemplado en la física moderna.



© José L. Fernández Arellano, 05/02/2012