SCHOPENHAUER Y EL INSTINTO
El más alemán de los filósofos,
que tuvo una niñez desafecta y atormentada, es decir, poco regular, poco
cómoda, parece en sus obras siempre vuelto a medias hacia esa triste vivencia.
Pero no se limita a echar la vista amargamente unas decenas de años atrás. El
estudio y la vigilia marciales profesados durante lustros, por fuerza han
afinado su ojo e, inesperadamente, partiendo de esos mortecinos derroteros infantiles al
fin ha creído vislumbrar otra cosa. Un impulso irresistible lo obliga a
retroceder aún más, incluso antes de sí mismo, de su nacimiento. Esa ansiosa
enajenación retrospectiva, tan poco propia de los pensadores alemanes que lo
precedieron, como el endiosado Kant, lo ha conducido directamente al centro del
sentido y el horror primitivo, que por último contempla extasiado de oscura luz
conceptual.
¡Eureka! ¡Eso era!... Ya satisfecho,
serenamente dueño de su conciencia mejor, como él decía, al volver a afrontar
el presente, trae con él para los suyos, los de su clase, la aristocracia
burguesa, la alta nobleza intelectual, un mensaje biológico desnudo, primario,
deslumbrante, búdico; una obsesión nueva y demoledora: el verdadero sentido, no solo de
la vida, sino de la totalidad de lo existente; el motor de la recreación incesante,
el porqué y el cómo de la bárbara lucha por la existencia, de todos contra la
naturaleza y contra todos. Al viejo cascarrabias ya no le quedó otro afán: que
sus contemporáneos aprendieran esto de él; que, como él, se atrevieran a mirar
sin recelo y sin miedo, ni civilizado pudor alguno, a lo más recóndito, allí
donde aparentemente no hay nada, lo más velado, reticente y vergonzoso, a La Cosa En Sí. A tal fin,
solo había que concentrarse un poco más allá de la laxa miopía de la comodidad, ese
inocente confort natural que él no había disfrutado en sus primeros años.
El fundamento de su prístino
atractivo no es corriente, por metafísico, o, como diría su biógrafo Rüdiger Safranski, fisiológico-metafísico. A través de su concepto-amuleto de
voluntad, lo que hace Schopenhauer es sacralizar de algún modo la antigua ley
de la selva: estaba absoluta, cerebral, desesperadamente hipnotizado por la
mera presencia, la violencia egoísta, la pujanza insultante de la Vida, por la fuerza
apabullante del instinto en todas sus formas. De ahí extrajo la alucinada
concepción de que el universo entero estaba imbuido, condenado a esa misma
energía infinita, ciega y torpemente irresistible.
© J. L. Fernández Arellano,
17/08/2011
ESPACIO Y TIEMPO
Por qué agobia el pasado. Por
qué.
No hay más que imaginar (o ver representada en alguna serie de esas de crítico revival del franquismo que dan ahora a todas horas en la televisión pública) un dormitorio de época, presidido por la gran cama con cabecero de latón y elevado colchón de lana, el inmenso ropero de nogal de frente ondulado, el aguamanil con la palangana de porcelana, el interruptor de pera, el orinal, la cómoda historiada con espejo, los pesados cortinones de terciopelo, los tiesos cobertores de percal, la mesilla de noche con tablero de cristal, y sobre ella la lamparilla de tulipa de tela endurecida junto al atónito vaso de agua. ¡Y el escandaloso despertador de muelles! El cuarto está frío, yerto como un cadáver, huele a cerrado y lejanamente a naftalina. El silencio es absoluto. Solo se deja oír ese insidioso tic-tac animando el espaciotiempo de una cualidad mortalmente mecánica.
Por qué agobia ahora de esa forma el pasado.
No hay más que imaginar (o ver representada en alguna serie de esas de crítico revival del franquismo que dan ahora a todas horas en la televisión pública) un dormitorio de época, presidido por la gran cama con cabecero de latón y elevado colchón de lana, el inmenso ropero de nogal de frente ondulado, el aguamanil con la palangana de porcelana, el interruptor de pera, el orinal, la cómoda historiada con espejo, los pesados cortinones de terciopelo, los tiesos cobertores de percal, la mesilla de noche con tablero de cristal, y sobre ella la lamparilla de tulipa de tela endurecida junto al atónito vaso de agua. ¡Y el escandaloso despertador de muelles! El cuarto está frío, yerto como un cadáver, huele a cerrado y lejanamente a naftalina. El silencio es absoluto. Solo se deja oír ese insidioso tic-tac animando el espaciotiempo de una cualidad mortalmente mecánica.
Por qué agobia ahora de esa forma el pasado.
© J. L. Fernández Arellano, 30/01/2007
CIENCIAS Y LETRAS
Cuidado con las dicotomías sagradas, tradicionalmente incontestadas. El conocido problema que encuentra el alumno en el estudio de la lengua y la lingüística es, en origen, que ésta, para el que se enfrenta a ella por primera vez, llama a engaño. ¿Por qué? Porque la lengua es asignatura hermana más de las matemáticas o la filosofía que de la literatura. Estamos hablando no de un edificio de conceptos, palabras, oraciones y metáforas, sino de una admirable arquitectura analítica de lógica casi matemática.
Desde niños
nos hacen creer que esta materia es en todo una asignatura de letras, ¡la asignatura de letras por antonomasia!, al mismo
nivel que la literatura, la historia o las ciencias sociales, y susceptible por
tanto de estudiarse acumulativamente a base de empollar y empollar, mero esfuerzo
nervioso, y apenas comprender.
¿En qué puede
parecerse -diría la mayoría- la lengua a las asignaturas de ciencias, la
aritmética, la geometría, el álgebra, con sus luminosos axiomas, proposiciones,
razones y demostraciones? Pero la lengua, según hizo ver el gran Saussure a
principios del siglo XX, lo que hoy comparte Chomsky, conforma un sistema
perfectamente coherente y estructurado, dotado de elementos y reglas muy
precisas, dentro del cual pueden analizarse y explicarse sus equivalencias,
analogías, relaciones, deducciones y demás elementos abstractos, elementos no
del todo evidentes a simple vista, precisamente por su calidad de abstractos,
como ocurre en las matemáticas.
Lo importante,
en resumen, es que, al abordarse el estudio de la lengua, la verdadera
trascendencia de tales reglas debe tenerse muy presente, y dictarse y comprenderse
en profundidad desde el primer momento. Caso de obviarse esto, o
de contravenirse, todo el edificio conceptual se vendrá abajo en la mente del alumno.
Proponemos,
pues, una sola pedagogía de la lengua: aquella que respete que la finalidad primordial
en su enseñanza es que el alumno, incluso el mejor alumno, no se vea tan a
menudo sorprendido por una dificultad
debida, quizá en gran parte, solamente a un error global de enfoque, que no a la dificultad de la materia en sí misma.
© J. L. Fernández Arellano, 01/09/2005