La mejor demostración de que existe algo denominado 'miopía cronológica' es el simple hecho de que ningún sabio, filósofo o científico de esta o aquella disciplina ha sabido describir plausiblemente lo que es el tiempo en sí mismo. Bien, a juzgar por el título, este
trabajo va a versar principalmente sobre el sentido de la vista, el más
importante para el ser humano porque es el que se halla más íntimamente ligado
a la mente, el intelecto. Pero vayamos por partes. Uno de los ejemplos más sencillos
e ilustrativos de lo que significa la relatividad einsteiniana lo encontré en
un libro divulgativo de quiosco: Ha anochecido. Te dispones a cruzar una calle.
No hay vehículos a la vista. De pronto aparece un automóvil girando velozmente
en la esquina más próxima. Y tan simple como que si las luces que emite no
viajaran a tu ojo a la extraordinaria velocidad que lo hacen, advirtiéndote del
peligro, el coche se te echaría encima. ¡Imagínense que la luz del coche
llegase al ojo al mismo tiempo o incluso después que el coche mismo!
Así, la velocidad de la luz, el órgano de la visión (al igual que la mismísima gravedad) sirven a destajo para poner las cosas, la lógica o coherencia de las cosas y del mundo en
su sitio, a fin de que uno sepa siempre a qué atenerse con la realidad, con sus
prisas, peligros y bellezas, y aun distancias siderales. Es tan importante una
visión sana y ajustada (al objeto). Hay tantas expresiones cotidianas relacionadas con
ella. Decimos que este “no ve más allá de sus narices”, tiene “estrechez de miras”, que el otro es “corto
de vista”, o tiene una “mirada obtusa”, o tan “altas miras” o una “mirada tan
profunda” que va por la calle en serio peligro, como esos incautos que cruzan hipnotizados
por sus móviles. Otra cosa es “hacer la vista gorda” o “correr un tupido velo” o “mirar para otro lado”, dichos
que se aplican más bien al fenómeno que se conoce en psicología como “cierre cognitivo”. Todo lo que nos compete a fondo, y no solo en cuestiones de
tráfico, parece basado en “luz” y en “mirada”, ambos términos usados a menudo
como símiles de razón, inteligencia, lucidez.
Premisas.– Como meros entes
biológicos que somos, vivimos inmersos, embebidos, disueltos en un globo psicotrópico de naturaleza
endocrina. En la vida apenas se conoce paz si no se alcanza recompensa
inmediata al enervante prurito, la ciega tendenciosidad incesante que generan e impulsan a aquella. Desde un punto de vista que algunos calificarán de cínico,
todo parece reducirse a un colocón sin fin, nada racionalmente teleológico: la
existencia se sostiene sobre una única finalidad, un objetivo claro que, aunque “ciego”,
y ya lo constató Schopenhauer, siempre es el mismo (como si al final no fuera
tan ciego). Ya lo hizo notar en su día Samuel Beckett: «Todos nacemos locos, y algunos continúan
así siempre». Bien. Puede que estemos locos, pero no que seamos tontos: como si
la luz viajase mucho más despacio de lo que lo hace, siempre andamos temiendo que no haya
escapatoria de ese automóvil, y así tenemos tiempo de ponernos a salvo. Mas no por
ello dejamos de ser mero instrumento de nuestro sustrato biológico más
primitivo, de lo que Richard Dawkins llamaría el imperio de los genes (tan egoístas ellos) y de la evolución natural. Y de este modo tanto nuestra razón,
resultado sorpresivo de dicha evolución, como nuestra razón de ser obedecen primordialmente
a un mecanismo hormonal en último término de naturaleza bioeléctrica, que es
el tipo de energía que impulsa y conecta primero las neuronas y subsidiariamente las
glándulas y músculos de nuestro organismo. ¿Será esto cierto, tan primaria y mezquina es nuestra naturaleza básica, tanto reduccionismo, tan cínico y escalofriante materialismo? ¿Descansa
ahí de verdad nuestra esencia última? Bueno, lo que está muy claro, más que
claro, es que cuando se registra el menor cortocircuito en el sistema más básico, el aludido, todo en el ser
humano y en toda especie superior (e inferior por encima de las amebas) se
viene abajo. Cuando da en fallar ese impulso bioquímico vivificante, sobrevienen
de lo más hondo la frustración, el desconsuelo, la peor de las tristezas. Y cuidado:
en este punto la supervivencia empieza a ponerse en entredicho. Los mayores
males provienen de la insatisfacción de las necesidades básicas: si no comes lo
suficiente, si no te hidratas, si no duermes, si no fornicas... La naturaleza
castiga cruelmente las disfunciones en el circuito de recompensa del cerebro, sean estas
voluntarias o no. Está archidemostrado que hasta la depresión nerviosa no consiste
más que en una especie de resaca hormonal, resultado de la caída de tensión
electroquímica en el cerebro debido a la deficiencia de endorfinas: dopamina y
serotonina.
Admitámoslo como petición de
principio. Llegados a tan crudas e intestinas interioridades; dominados
enteramente por tan primitivos resortes, cómo comprender, cómo abstraernos,
cómo pretender pensar, hacer ciencia, filosofía a derechas. Cómo fiarnos del
Ego consciente más allá de su soporte original, no digamos inconsciente: cerebral, biológico, bioquímico.
Volvamos de pasada al órgano
de la visión. Por más que nos empeñemos, no vemos las cosas tal y como son (también
en esto tiene razón Schopenhauer, como los Upanishads que él adoraba): los
colores, los seres vivos, las montañas, el psicoanálisis, las sociedades humanas, la infinita
secuencia de causas y efectos; no vemos el mundo, las cosas, los procesos, el
tiempo tal cual son. Este último, por ejemplo, lo experimentamos muy
interesada, pero disculpable y humanamente como local, ocasional, relativo al
flujo incesante de hechos y procesos físicos que nos rodean y afectan en
apariencia de cerca a cada instante. Somos poco más que instinto de vida y
poder, deseo, impulso, ambición, mero interés egoísta y hedonista; siempre las
mismas pulsiones, y siempre aburridamente sujetas a sus patrones biológicos fundamentales. ¿Y
qué hay del alma, el espíritu?, preguntarán algunos con santa indignación. A lo
que hay que responder: pero, ¿de dónde viene el alma?, ¿del cielo, de Dios? ¿No
nos ha hecho ese mismo Dios (eso parece) tristes esclavos de nuestro bajo origen, como sentenció
Darwin? ¿Por qué extraño motivo nos creó en principio indigna, rastreramente
materialistas y no digna, gloriosamente espirituales? ¿Qué incomprensible
propósito lo movió a adjudicarnos la mera y falible Razón Humana en lugar de la
trascendente Fe Divina (o al menos algún tipo de Superstición bien encaminada) para lograr acceso, directo, espontáneo a La
Verdad, o Su Verdad?
El caso es que, de un modo u
otro, meros humanos, humildemente cómodos y arropados en esa innata
elementariedad vital, en esa demarcación libre de espinosas complicaciones
irresolubles, encantados en ese no ver
más allá, pues sería absurdo rebelarse, todo propósito ya se halla más o
menos biológicamente prefijado. A tal fin la Naturaleza nos ha provisto gratis de herramientas psíquicas
como el ya aludido resorte inconsciente denominado cierre cognitivo, que nos
descarga patriarcalmente de toda excesiva, espinosa responsabilidad púdica, moral, intelectiva (“disonancia cognitiva”, dicen los psicólogos), por el procedimiento de arrojar sombras más o menos cerradas sobre aspectos más o menos concretos, indeseables de la realidad. ¿Qué contenidos de conciencia aparta de
nuestra mente dicho “cierre”, pues? Del sufrimiento humano que nos rodea, por
ejemplo, no sabemos o queremos, o es razonable saber nada más allá de lo imprescindible, como si de
este modo se satisficiera selectivamente la necesaria cuota humanitaria de
empatía que nos hace sentir, eso, humanos. He aquí una primera forma de miopía
muy saludable. El cierre nos deja ver,
calibrar o suponer o recordar nada más que lo necesario, puesto que ver más o con más detalle o amplitud incurriría en
lo morboso, incluso directamente en el más obtuso
masoquismo. Así, de las atrocidades de la guerra en Siria o del incontrovertible (e irreversible) cambio climático no sabemos o prevemos o
queremos recordar más que lo estrictamente necesario, en aras de nuestra salud psíquica. Ni la luz de la
conciencia ni la de la memoria deben estorbar a lo que somos ahora mismo más que
relativamente, a fin de que nunca lleguen a atropellarnos, como aquellos malignos automóviles relativistas que decíamos al principio. Sobre el cierre
cognitivo añadiremos unas notas al final.
Pero, a lo que íbamos. Qué
sucede cuando, así pertrechados con estas gratuitas defensas y estimulados por ese poderoso acicate biológico, nos lanzamos en aras de la ciencia o de la razón a definir el
mundo y lo que nos rodea más de cerca o, pretendidamente, de lejos. Insistamos una vez más: lo
que no debe pasarse por alto en ningún
momento es el hecho simple de que en este mundo, de modo consciente o inconsciente (lo que es decir
más o menos lo mismo), vivimos cálida, procelosamente envueltos en las brumas
de una embriaguez hormonal interminable, pues no en otra cosa consiste el porqué y sustento de la vida; su único valor intrínseco, su único norte
ontológico, su único sentido esencial o, si se prefiere, existencial.
El cerebro no ha sido diseñado
para descubrir grandes verdades, sostienen los neurocientíficos. «La vida
supone una continua tensión hacia delante», escribió Heidegger, heredero
directo como tantos otros del concepto fetiche de “voluntad” schopenhaueriano. Esto habría que
tenerlo muy presente siempre a la hora de discurrir sobre todo asunto o
problema, a fin de prevenirnos contra toda miopía intelectual. La vida es sueño, o Maya, o apariencia, o melopea soberana, muy
sutil, eso sí, por la aparente sobriedad que nos transmite, el continente
avisado y sereno, pero melopea al fin y al cabo. Cuanto más satisfecho y
consciente te sientes y más equilibrado, estable, más sobrio, mejor ha funcionado
en ti el engaño (¿cabe aplicar aquí tan cruda definición?), el sistema de recompensa bioquímica primario. Cuanto más satisfecho, más objeto es el sujeto.
Es decir, el sujeto se objetiva, es ya objeto, y ambos ilusorios, constructos o entidades
fantásticas que se inventa el Yo para lidiar, comprender, convivir con Lo-Otro-Que-No-Deja-De-Inquietarlo.
De manera que no es sino un vehículo de, se insiste, ebriedad (los neurotransmisores, las
endorfinas, que actúan de oficio exactamente igual que cuando reciben el
estímulo del alcohol o las drogas), el que nos conduce a la verdad (o la mentira). Y no hay verdad ni mentira, ni pecado o
virtud, ni metafísica escatológica que se sostenga en pie más allá de nuestra
naturaleza primordial. El cerebro, en efecto, no ha sido diseñado para alcanzar
grandes verdades; simplemente para adaptarse a circunstancias cambiantes. A lo
que añade siempre Darwin: todo humano lleva incorporado el sello de su bajo
origen.
Enunciado.– En filosofía,
incluso en ciencia, al abordar todo tipo de estudio, razonamiento o
investigación, una premisa: la objetividad total es imposible. La ciencia y el
pensamiento, si logran explicar los fenómenos es aleatoria y sistemáticamente,
por azar, tozudez, tradición, lo que en ciencias experimentales se entiende por
ensayo y error. Toda deducción válida (entre comillas) proviene de esa incierta fuente. La
miopía cronológica: no se puede entender el mundo si no se entiende el tiempo,
y el tiempo no es más que una realidad psicológica adaptativa: el orden de los
conceptos (en referencia a Jacques Maritain) proviene especularmente del orden
aparente de los fenómenos. Por no hablar de la experiencia e intereses personales
deformando y contaminando de subjetividad las tesis propias, y por supuesto también las ajenas.
La principal característica del cerebro es su ductilidad, su continuo trabajo
de recreación: basándose en la memoria, sin embargo, el conocimiento que de él
emana, así como la aplicación de este, son por motivos obvios, sincrónicos
(actuales) y solo aparentemente diacrónicos (es decir, contemplados a lo largo de su
evolución; la diacronía extrema se reviste de eternidad, un conocimiento que
los deístas atribuyen únicamente a Dios). Sincronía y diacronía se usan en
referencia al célebre pionero del estructuralismo lingüístico, Ferdinand De Saussure.
Inspirándonos en la relatividad einsteiniana, así como en la mera Óptica, definimos, pues, como miopía
cronológica (también cabría hablar de estrabismo) al defecto de la razón o epistemológico (de metodología mental, intelectual
o científica), consistente en obviar, en el
desarrollo de un estudio o simple razonamiento pretendidamente completo de un
fenómeno o fenómenos, con serio menoscabo racional y operativo del
procedimiento analítico, la historia de los mismos, la fisonomía diacrónica que
revisten: su historia, su proceso, su evolución, y asimismo, cómo no, con relación a sus principios, también su degradación, su merma, la cuota de natural entropía en relación a sus orígenes que han pagado necesariamente. Uno de los grandes descubrimientos de los últimos siglos, que dio
origen a la susodicha teoría de la evolución darwiniana, partió de la súbita conciencia (automatismo inconsciente) por parte del sabio
británico del mencionado problema de método. Las cosas no surgen o no suelen
surgir así porque sí, de un día para otro, por azarosa voluntad divina, y
ningún teólogo, que sepamos, duda de la libertad que concede Dios al acaecer,
especialmente en términos humanos; de no ser así no existiría un Infierno en
las antípodas del Paraíso. Las cosas, pues, surgen de otras cosas o causas, que
a su vez han surgido de otras cosas o causas anteriores, y de otras cosas o
causas, y así ad infinitum, en lo que
podríamos denominar explosión fenoménica, hoy sabemos que cuántica en origen, controlada aparentemente
por una finalidad de complejas
causalidades mezcladas de modo imprevisible con azarosas casualidades. Y, en
una palabra, cuántas cosas y procesos y distancias y efectos y resultados se
entenderían mejor si nos esforzásemos en verlos desde el punto de vista
diacrónico, evolutivo, entrópico, es decir, dentro de un contexto no solo espacial, sino también
temporal, inscritos en sus cuatro ejes, horizontal y vertical, espacial y
temporal. Esto representa un primer paso al cuadridimensionalismo, a la visión
y a la comprensión total de lo que surge o aparece momentáneamente y de lo que es y se
proyecta, siempre habiendo llegado a ser. Pero no es necesario de momento complicar tanto las cosas, el enfoque, las dimensiones, las perspectivas. Topamos con el mejor ejemplo de miopía cronológica a diario, en lo cotidiano, en el imperio del minuto, de lo inmediato, la rabiosa actualidad: en la prensa, en los mass media que nos bombardean desde todo ángulo y reducto de continuo. Solo importa el acontecimiento de última hora (aunque siempre selectiva, políticamente impuesto). ¿A qué insistir en lo que sucedió ayer o en lo que pueda suceder mañana (aunque por ejemplo se hable tanto de cambio climático, pero qué demonios es eso si no existe ahora mismo, ya que no se trata de un hecho puntual)? De modo que si solo interesa, si solo pesa el instante, en qué se quedan los antecedentes, las consecuencias. Bah, menudencias. Mañana será otro día.
El sociólogo Norbert Elias
aporta un sesgo original a su estudio del propio tiempo (Sobre el tiempo, F.C.E., 1989). El discurrir del mismo no se
entiende sino, apuntábamos, como símbolo relacional. Afirma Elias: «Es posible decir con absoluta
claridad que hay un desarrollo de una forma discontinua de determinar el tiempo
a otra continua, por así decirlo, en torno al reloj». De existir el tiempo,
sería todo el tiempo a la vez, como
quería Einstein, y aparentemente sin un principio ni un final (claro: este aún
no ha llegado) definidos. Pero si ampliamos nuestro punto de vista, podemos
afirmar sin temor a equivocarnos que toda concepción metafísica reviste, según Elias, un
carácter simbólico, colectivo, histórico. No se puede ni se debe estudiar ni
extraer conclusión alguna con visos de objetividad fuera de dicho contexto; en
eso justamente consiste la cortedad de vista que aqueja al miope cronológico.
La evolución del universo y de la vida, quizá hasta el propio origen de ambos,
la huida de las configuraciones aparentes, serían únicamente accesibles una vez
superado ese defecto óptico, a través
de una lente más que abierta, insistimos: cuadridimensional. Algo así como saltar del cine en 3D al cine en
4D, es decir, a entrar en la propia película. De tal modo que, situados en ese
plano apenas imaginable –pero, según impone la ciencia más avanzada, el más real de todos–, sería muy sencillo
plantear y contestar, v. gr., a angustiosas incógnitas como la de dónde-cuándo están ahora los dinosaurios o los faraones (que existieron o existirían o existen en algún lugar o..., pero no se ven), y la de cómo es que a todas luces seguimos empantanados en plena Edad Media, cuando a la vuelta del siglo XX, diantre, creíamos por fin haber alcanzado el futuro.
Otras fenomenologías del desenfoque y la miopía cronológica.–
–Para Ortega y Gasset, uno de
los adalides del perspectivismo filosófico, basándose en Leibniz y Nietzsche, y
sin duda también en el relativismo einsteiniano, en efecto, toda verdad es una verdad en perspectiva. Este aserto deja, pues, poco margen espaciotemporal para las llamadas verdades eternas.
–La paradoja de Fermi. Las
probabilidades de que existan extraterrestres en otros confines del universo
son infinitas, sin embargo, maldición, no hay constancia alguna de los mismos. La
explicación más plausible: dadas las también infinitas dimensiones temporales y
espaciales del universo, no es difícil que no hayamos establecido contacto:
estamos demasiado lejos en el espacio y el tiempo para algo más que sospechar nuestra respectiva existencia. «Las enormes magnitudes temporales explican en parte lo que los
autores del estudio llaman invisibilidad del problema», apunté una vez de no sé
dónde.
–José Saramago, más allá de su clarividente Ensayo sobre la lucidez política, hilvana una catastrófica alegoría del cierre cognitivo universal en su Ensayo sobre la ceguera, cuyo mensaje de fondo hace referencia a «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron». Esta obra, al igual que el paranoico "Informe sobre ciegos" de Ernesto Sábato, sugiere una secuela posmoderna de "El país de los ciegos" de H. G. Wells.
–Más sobre entes y verdades eternos: nuestras
lentes temporales nos tienen absurda, preconscientemente convencidos de que el planeta que nos acoge ha sido, es y
será, sin lugar a dudas, eterno. Y eso de ningún modo. El acúmulo de factores catastróficos (el
advenimiento de asteroides desorientados, explosión de rayos gamma o X en el
sol, fenómenos vulcanológicos masivos, cambio climático, guerras nucleares,
etc., etc.) no hará más que multiplicarse con el inexorable paso del tiempo. Aún más: existe una
fecha cosmológica de caducidad del planeta calculada con abrumadora
exactitud: 4.000 millones de años a partir de la hora presente. Y si bien se piensa nuestra autoconciencia vital se muestra también benévolamente bastante equívoca en este sentido. Cuanto más ajado, decrépito y achacoso es el anciano, más, en efecto, se siente (o al menos interactúa, gesticula de cara al exterior y seguro que para sí mismo) como si fuese inmortal.
–Las miopías teleológica (no
podemos o queremos o no nos interesa saber a dónde nos dirigimos si no lo vemos beneficioso para nosotros y la santa casta propia: el caos climático, el maremágnum demográfico, la propia muerte no existen dado que no se verifican ahora) y etiológica (no podemos o queremos o no nos
interesa saber cuáles son las verdaderas causas; por ejemplo, remontarnos al
“bajo origen” darwiniano de nuestra especie a la hora de tomar decisiones
trascendentales, por ejemplo acerca de temas de sostenibilidad ecológica; en efecto, esto viene a significar lo que significa).
–El tema del enfoque erróneo se encuentra
admirablemente reflejado en el relato de Edgar Allan Poe “La esfinge”, en el
que el invitado a una casa de campo, corto de vista, se aterroriza ante la
visión de un gigantesco monstruo imposible que no es en realidad más que una
inocente polilla vista demasiado de cerca: «La principal fuente de error en
todas las investigaciones humanas se encuentra en el riesgo que corre la
inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el
cálculo errado de su cercanía», escribe en el desenlace el genio de Boston.
–El síndrome del Titanic, que
menciono en otro lugar: horas después de chocar con el iceberg el barco, qué demonios, no
estaba hundiéndose: ¡era insumergible!, además, ¿cómo podía pasarles una cosa
así precisamente a los pasajeros de primera clase? Dicho mecanismo titánico de cierre hoy por hoy nos impide reaccionar debidamente ante
el tan mentado cambio climático que amenaza con arrebatarnos de la biología planetaria (aunque no nos quejemos como puñeteros nihilistas: al menos nos sobrevivirán insectos como las cucarachas y pequeños mamíferos
como las ratas). Dicho cierre, digámoslo una y mil veces, consiste exactamente en eso: en no querer ver más
allá de nuestras narices y apuros e intereses inmediatos; las avestruces saben mucho del
tema, así como los pacientes del llamado síndrome de Estocolmo.
–Y bueno, es indispensable mencionar aquí los distintos opios del pueblo: la religión (comparemos el cristianismo primitivo con la obscena entropía vaticana que desde siglos atrás lo ensucia a conciencia retroactivamente); la ética filosófica (por ejemplo, como recuerda con meticulosa tristeza Peter Sloterdijk, el neocinismo de la falsa conciencia ilustrada moderna, vilmente heredero-traidor del cinismo primitivo). Los meros fútbol, telebasura, politibasura... Cómo ha podido soportar la raza humana los miles y miles de años de
esclavitud y vasallaje aún vigentes; la vergonzante lacra, la hedionda vista gorda eterna hacia la
prostitución y la trata de blancas. Posmodernamente, el irónico hecho de que solo Woody Allen, Harvey Weinstein, Jeffrey Epstein, Roman Polansky,
Kevin Spacey y Bill Cosby (cuatro judíos, un homosexual y un negro; también se empieza a hablar en tal sentido de un latino, Plácido Domingo) se hayan
aprovechado sexualmente de su status privilegiado en toda la historia de
Hollywood y el entertainment yanqui
(y mundial); cuando
en cierta ocasión se le preguntó a la gran Sharon Stone sobre su
experiencia pasiva al respecto, ella se limitó a esbozar una sonrisa sarcástica. Mucho más seriamente, la banalidad del mal que esgrimió en su día la gran Hannah Arendt. Y en fin, no nos pondremos más, o menos, serios aún trayendo a colación otras subversivas tesis esgrimidas por los llamados maestros de la sospecha, Marx, Nietzsche y Freud, y por otros peligrosos activistas del desvelo herederos de estos, como Cioran, Ligotti, Žižek...
–La propia estupidez humana,
siempre entre comillas, responde en realidad al mecanismo del cierre cognitivo
que opera de oficio en la especie, y por este preciso motivo, ay, no es censurable desde el punto de vista ético. El cierre, como autodefensa y
autoterapia positivas, digámoslo una vez más, consiste simplemente en no querer o no poder saber ni preguntarse
más que lo estrictamente necesario, en rehuir toda sangrante contradicción interna (sobre todo en Estocolmo) y toda turbadora y paralizante incertidumbre, ocasional o enquistada. Los criterios hermenéuticos varían en mil versiones entre dos tensores universales: lo trágico y lo cómico, pero este mundo, en general, por ejemplo para los más pesimistas, nihilistas de pro (los mentados Cioran, Ligotti, Žižek), reviste un incuestionable sinsentido existencial-esencial (la propia
vida, en realidad: ¿nacer solo para deteriorarse y morir?), de manera que, puesto en dicha tesitura, uno no acabaría nunca de resignarse a tan cruel constancia,
no lo querría ver, se cerraría en banda ante tan devastadora evidencia. He aquí el
motivo central del cerrarse en banda por parte de uno de los mayores genios intelectuales
(sí) de la humanidad, el Buda Gautama, ante la tentación de censurar a los
estúpidos, y menos de compararlos con los listos o listillos. ¡Cómo iba a criticar el Buda
nada o a nadie en un contexto de consternación y sinsentido cosmicómicos o, si
se quiere, tragicósmicos!
–Y en fin, otros casos de cierre ante fenómenos de desproporción inexplicablemente tolerados, o estrábicamente inasumidos o incomprendidos en su exacta
y escandalosa trascendencia: en Alemania viven apesebrados (como es norma dentro del gremio) unos 80.000 políticos; en España, con la mitad de habitantes y la tercera o cuarta parte de
recursos económicos, esta cifra sin embargo se multiplica por cinco (incluyendo "asesores", etc.): 400.000. Otrosí, el
hecho de que 40 o 50 multimillonarios en el mundo poseen en conjunto más riqueza que la mitad de
la humanidad al completo; la extraña insensibilidad que aqueja a la población mundial
acomodada acerca de los motivos y circunstancias del pobre inmigrante transcontinental para
emprender su ominoso periplo; las inacabables penurias en el Tercer Mundo, que al ser de registro eterno no "nos" afectan, al carecer de importancia (ya se sabe, lo único verdaderamente digno de atención es la rabiosa actualidad), etc.,
etc., etc. «La historia es esa pesadilla de la que siempre intento despertar», escribió una vez James Joyce.
–De tal modo que siempre quedarán en el aire las incógnitas: ¿Cierre cognitivo o mentira o falsedad interesadas? ¿Cierre cognitivo o simple
mecanismo de adaptación? ¿Cierre cognitivo o mera suspensión de la incredulidad? ¿Miopía o más bien manipulación cronológica?
–Por último, sobre el famoso
desenfoque, el físico Carlo Rovelli (a quien tuve el honor de incorporar a la
Wikipedia en su día y con quien intercambié varios sustanciosos correos),
experto de reconocido prestigio en gravedad cuántica, en su libro El orden del tiempo (Anagrama, 2018), no
encuentra otro error que el mentado en el estudio de la Naturaleza, lo que no deja de arrojar una luz, digamos, paradójica sobre todo lo que acabamos de exponer. He aquí algunas
citas de dicha obra:
·Así
pues, causas, memoria, huellas, la
propia historia del acontecer del mundo, pueden ser solo una cuestión de
perspectiva: como la rotación del cielo, un efecto de nuestro peculiar punto de
vista sobre el mundo… Inexorablemente, el estudio del tiempo no hace sino
remitirnos de nuevo a nuestro mirar; y entonces retornamos finalmente a
nosotros mismos.
·Vemos
una imagen desenfocada de él [el universo]. Y ese desenfoque implica que la
dinámica del universo con la que interactuamos está gobernada por la entropía,
que mide la envergadura del desenfoque. Mide algo que nos atañe a nosotros
antes que al cosmos.
·Vistas
de cerca, todas las cosas del mundo
acaban por difuminarse.
·También
es eso el tiempo. Un extraño distorsionador de perspectivas.
© José
Luis Fernández Arellano, 27 oct. 2019