Milan Kundera, en el mismo principio de La insoportable levedad del ser, tras
sacarse abruptamente de la manga nada menos que la constancia irrebatible del eterno retorno nietzscheano,
escribe:
El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto. Pero ni siquiera boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro. ‘Einmal ist keinmal’, repite Tomás para sí el proverbio alemán. Lo que solo ocurre una vez es como si no ocurriera nunca. Si el hombre solo puede vivir una vida es como si no viviera en absoluto.
¿Quejarse de la improvisación, de
Dizzy, de Paul Desmond, de Charlie Parker? Pero la disyuntiva Shakespeare o Dizzy es cuestión
de gustos. No me vale. ¿Por qué ensayar? ¿Por qué tengo que acabar haciéndolo
mejor, por qué repetir? ¿Fe en la repetición? ¿Por qué insistir en la
trascendencia, por qué desesperadamente enmascararla de eterno retorno?
Esa levedad o, yo diría mejor,
inanidad, es exclusiva del ser humano, porque el mundo, el ser, no rezuma
levedad o, como digo, no es inane o no inane; no hay levedad ni azul ni
corrimiento al rojo, ni al agujero negro, en el mundo, en el mar, en el
marmitako, en la dicotomía irresoluble sujeto-objeto, en la «ineluctable modalidad de lo visible», «pues no hay
objeto sin sujeto»; ya lo dijo el filósofo. Todo proclama su existencia
meramente en forma de conceptos, flotadores, herramientas, tintes indisolublemente
humanos. Todo es humano. La inanidad
es humana, y es. El Ser, ya sea leve o inane, posee la exclusiva de humanidad.
Pero, cuidado: el Ser en sí mismo no es leve o inane. Ni siquiera es, si no es
por quien lo contempla o recuerda, o sufre u olvida. En todo caso será leve o
inane el filtro perceptivo, el ser humano, por filtro, por golfo o por bulerías
o peteneras. Todo a él se reduce.
Ni 13.000 millones de big-bangs
importan un puñetero comino si no inciden milagrosamente en una retina
consciente que los sustenta y modela, si no son reflejados como el arriesgado
estreno definitivo tras interminables ensayos; si no los percibe Dios (que no parece
existir –es decir, no aparece), o el ser humano. Es el mero reflejo lo que les da
consistencia, entidad, coherencia de ser.
El universo, por tanto, es el boceto, y
su expresión o portavoz, la (insoportable) inanidad del ser (humano) que vive o
cree que vive a la primera.
© José L. Fernández Arellano, 27/09/2012
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